Papá dice que lo hemos perdido todo. Mira al horizonte y
señala con el dedo: “Pequeña, el volcán es un dragón, se ha comido nuestras
casas y nuestros recuerdos”. Ese día se acababa el verano. El otoño bajaba las
temperaturas en todo el país, salvo en nuestra isla, que se convertía en aquel
cuadro que estudiamos en el colegio, La Fragua de Vulcano. El colegio ya no
existía, pero me acordaba del cuadro. Era de Velázquez. Los ríos de fuego se
acercaban al mar, y al caer al agua se enfriaban tan rápido que todo explotaba
alrededor y se llenaba de humo. Una enorme columna de ceniza tapaba el sol. Un
día subimos al Roque de los Muchachos. “Lluvia ácida”, decía papá señalando el
lugar donde teníamos la plantación de plátanos. “El cielo de La Palma era el
más limpio, el más bonito del mundo. Desde aquí se podían tocar las estrellas y
el bosque de laurisilva con la mano. Y ahora, mira, todo magma y cenizas.
20.000 toneladas de dióxido de azufre han cubierto el cielo. Lenguas de fuego”.
Pensé que el volcán no podía sacarnos la lengua para burlarse de nosotros.
Dentro de poco sería Navidad y deberíamos ver la estrella de Belén de nuevo
desde el Roque de los Muchachos. El villancico "Blanca Navidad" aquí
cobraba otro significado. Sería la Navidad más negra del mundo, y no podía
permitirlo. Decidí escribir una carta a Papá Noel. Esta vez no quería juguetes,
deseaba otros regalos: “Querido Santa: La noche del 24 de diciembre deseo que
tengas un cielo despejado para que puedas llegar sin problema, que la luz de
las estrellas guíe a tus renos. Que dejes atrás la nieve y deslices tu trineo
sobre el negro de las coladas para cambiar la ceniza gris que ha cubierto
nuestras calles por copos blancos. Te pido que nos traigas lo que no nos entró
en el maletero, cuando tuvimos que salir corriendo. Nos dieron cinco minutos
para recoger. Una vida en cinco minutos. Tuvimos que dejar el manzano que
planté con los abuelos en el huerto. El retrato de la boda de mis padres. El
muro de piedra que levantó el tío durante aquel caluroso verano. El columpio de
madera que construyó mi hermano. El dibujo que hice por el día del padre en la
guardería y que papá puso en la nevera. El pozo con el que regábamos el árbol.
Y la foto de mamá cuando era joven cogiéndome en brazos. No quiero olvidar su
rostro. Papá dice que en La Palma se han fundido el cielo más claro del mundo y
el más oscuro de los infiernos. Estrellas y piroclastos. Me gustaría poder
hacer lo mismo que El Principito en su planeta, y que los palmeros podamos
deshollinar cuanto antes un volcán extinguido”. Eché la carta al buzón, y al
acostarme la noche del 24, soñé que Papá Noel venía a buscarme, me subía a su
trineo, cabalgábamos de fajana y fajana y sacábamos todos los recuerdos que la
gente había perdido enterrados en la lava. Los metíamos en sacos y reíamos al
volar sobre un cielo cristalino. De entre la ceniza resurgió un pájaro y se
subió al trineo. Santa me dijo que era un ave Fénix. Yo le expliqué que era una
pardela cenicienta, un ave nocturna que en la isla llamamos tapagao. En la
escuela nos dijeron que ese nombre procede del guanche, y que cuando lanzan su
graznido parecen decir "está apagado". Con el tapagao sobre mi
hombro, como si fuera el loro de un pirata, nos pasamos la Nochebuena
desenterrando valiosos recuerdos, como si fueran cofres repletos de joyas,
recuerdos que devolvimos por toda La Palma, nuestra isla del tesoro. Por la
mañana, al despertar, con la pesadez de un sueño tan vivo, papá me dijo que esa
noche había subido al Roque de los Muchachos. “He visto un extraño brillo en el
cielo, muchas luces que se encendían en los pueblos y escuché una mezcla entre
graznidos de ave y bramidos de venado”. Salí de la autocaravana. Bajo el
manzano, junto al pozo, apoyados en la pared de piedra, estaban todos nuestros
recuerdos. Desde algún lugar llegaban los acordes de "Blanca
Navidad". Papá encendió la tele y escuchamos: “25 de diciembre. El volcán,
ya se ha apagado”. En ese momento, apareció volando sobre Cumbre Vieja una
pardela cenicienta con su peculiar sonido. Comenzó a nevar y un manto de copos
tiñó de blanco todo el negro de la isla.
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