12/15/2022

VISITA A PALENCIA



Una gran experiencia en la biblioteca pública de Palencia y muy bien acompañado. Todo, pinchando aquí.

1/28/2022

AQUELLOS VERSOS

Mayo de 1937. Casi 4.000 niños vascos fuimos enviados al exilio en Gran Bretaña para mantenernos lejos de la guerra. Partimos desde Bilbao y al llegar a Inglaterra nos dividieron en grupos de cien para instalarnos en colonias. A mi amigo Iñaki y a mí nos destinaron al campamento de North Stoneham. Los dos aprendimos inglés en poco tiempo. Yo prefería el futbol, pero Iñaki escogió la poesía. Mi sueño era jugar algún día en el Athletic y el de José era escribir un libro de poesía para dedicárselo a su padre, un trabajador de los altos hornos. Un contraste perturbador. Poesía y altos hornos. El infierno y el cielo. Sus intenciones de convertirse en poeta se multiplicaron cuando llegó a la colonia un profesor sevillano. Era un día más lluvioso de lo normal. Apareció el nuevo maestro mojado hasta los huesos y se plató frente a la pizarra. Sin decir nada escribió un poema. A Iñaki se le abrieron los ojos tanto que casi se le salen de las cuencas. Se llamaba Luis Cernuda, un poeta que tuvo que exiliarse, como nosotros. Congenió con mi amigo desde el primer día. Le brillaban los ojos con sus versos. Su sueño de escribir un libro comenzaba a coger forma. Escribía palabras en su cuaderno y el maestro le corregía los textos. Iñaki estaba escribiendo cuando se desmayó en clase, pálido como la cal. Se lo llevaron a la enfermería y desapareció unas semanas. Regresó mucho más delgado. Tenía leucemia. Continuó asistiendo a clase, pero solo parecía prestar atención en las clases de poesía. Al poco tiempo volvió a desaparecer de nuevo. Lo habían metido en la cama, ya no se podía hacer nada por él. El 27 de marzo de 1938, con un hilo de voz, Iñaki pidió que el señor Cernuda fuese a verle para que le recitase algún poema antes de morir. Al terminar, el niño le dijo en un gesto de pudor, dignidad e infinita ternura: “Ahora, por favor, profesor, no se marche, pero me voy a dar la vuelta mirando hacia a la pared para que no me vea morir”. Iñaki se giró abrazado a su libreta de poesías. En realidad se llamaba José Sobrino Riaño. Fue enterrado en una sencilla tumba sin nombre durante una ceremonia a la que asistimos sus compañeros. Llovía a cántaros, como el día en el que llegó Cernuda a la colonia. Calado hasta los huesos, el maestro sacó un papel y leyó unos versos en el cementerio. Recuerdo que decían: “Recordarás cruzando el mar un día. Tu leve juventud con tus amigos. En flor, así alejados de la guerra”. Teníamos 15 años. Mucho tiempo después, en una librería de México vi un libro del maestro. En una de las poesías leí aquellos versos. El poema se titulaba “Niño muerto”.

1/03/2022

EL TRUCO Y LA MAGIA

 

El cuñado pesado fue el más fácil de localizar durante el cásting de familia. Este año se presentaron cientos a la entrevista que concertamos las asociaciones de padres. El nuestro se haría pasar por el nuevo novio de la prima Inés. La consigna era que lanzase al aire improperios políticos y chistes cargados de lugares comunes. El bisabuelo Ezequiel era muy mayor, pero conseguimos contratar dos bebés gemelos que harían de bisnietos. Contratamos a tres niños pequeños, dos adolescentes, una abuela con mecedora y dos matrimonios amigos de toda la vida. Todo iba según lo previsto, como cada año. Sabíamos que esa noche del 5 de enero los Reyes Magos nos estaban espiando. Cuando se fueran los falsos invitados dejaríamos la leche para los camellos y nos acostaríamos en las camas para hacernos los dormidos. Con un ojo abierto y otro cerrado. Cada Navidad merecía la pena todo el esfuerzo. Era enternecedor observar cómo le brillaban de ilusión los ojos a Melchor. Gaspar gozaba colocando los regalos en una una pila bien ordenada, con los lazos rojos a la vista. Y Baltasar, ay, Baltasar, se le saltaban las lágrimas al meter las monedas en las zapatillas de estar por casa. Al acabar la faena salían al balcón y subían a otro hogar para continuar con el reparto. Misión cumplida. Un año más el gran teatro llegaba a su fin. Nos embriaga el júbilo al ver a los Reyes Magos felices tras un viaje tan largo. Han pasado siglos y aún no lo saben. Los niños son los padres. Desde el Roque de los muchachos se vio brillar un trineo tirado por renos.

EL VUELO DEL TAPAGAO

 

Papá dice que lo hemos perdido todo. Mira al horizonte y señala con el dedo: “Pequeña, el volcán es un dragón, se ha comido nuestras casas y nuestros recuerdos”. Ese día se acababa el verano. El otoño bajaba las temperaturas en todo el país, salvo en nuestra isla, que se convertía en aquel cuadro que estudiamos en el colegio, La Fragua de Vulcano. El colegio ya no existía, pero me acordaba del cuadro. Era de Velázquez. Los ríos de fuego se acercaban al mar, y al caer al agua se enfriaban tan rápido que todo explotaba alrededor y se llenaba de humo. Una enorme columna de ceniza tapaba el sol. Un día subimos al Roque de los Muchachos. “Lluvia ácida”, decía papá señalando el lugar donde teníamos la plantación de plátanos. “El cielo de La Palma era el más limpio, el más bonito del mundo. Desde aquí se podían tocar las estrellas y el bosque de laurisilva con la mano. Y ahora, mira, todo magma y cenizas. 20.000 toneladas de dióxido de azufre han cubierto el cielo. Lenguas de fuego”. Pensé que el volcán no podía sacarnos la lengua para burlarse de nosotros. Dentro de poco sería Navidad y deberíamos ver la estrella de Belén de nuevo desde el Roque de los Muchachos. El villancico "Blanca Navidad" aquí cobraba otro significado. Sería la Navidad más negra del mundo, y no podía permitirlo. Decidí escribir una carta a Papá Noel. Esta vez no quería juguetes, deseaba otros regalos: “Querido Santa: La noche del 24 de diciembre deseo que tengas un cielo despejado para que puedas llegar sin problema, que la luz de las estrellas guíe a tus renos. Que dejes atrás la nieve y deslices tu trineo sobre el negro de las coladas para cambiar la ceniza gris que ha cubierto nuestras calles por copos blancos. Te pido que nos traigas lo que no nos entró en el maletero, cuando tuvimos que salir corriendo. Nos dieron cinco minutos para recoger. Una vida en cinco minutos. Tuvimos que dejar el manzano que planté con los abuelos en el huerto. El retrato de la boda de mis padres. El muro de piedra que levantó el tío durante aquel caluroso verano. El columpio de madera que construyó mi hermano. El dibujo que hice por el día del padre en la guardería y que papá puso en la nevera. El pozo con el que regábamos el árbol. Y la foto de mamá cuando era joven cogiéndome en brazos. No quiero olvidar su rostro. Papá dice que en La Palma se han fundido el cielo más claro del mundo y el más oscuro de los infiernos. Estrellas y piroclastos. Me gustaría poder hacer lo mismo que El Principito en su planeta, y que los palmeros podamos deshollinar cuanto antes un volcán extinguido”. Eché la carta al buzón, y al acostarme la noche del 24, soñé que Papá Noel venía a buscarme, me subía a su trineo, cabalgábamos de fajana y fajana y sacábamos todos los recuerdos que la gente había perdido enterrados en la lava. Los metíamos en sacos y reíamos al volar sobre un cielo cristalino. De entre la ceniza resurgió un pájaro y se subió al trineo. Santa me dijo que era un ave Fénix. Yo le expliqué que era una pardela cenicienta, un ave nocturna que en la isla llamamos tapagao. En la escuela nos dijeron que ese nombre procede del guanche, y que cuando lanzan su graznido parecen decir "está apagado". Con el tapagao sobre mi hombro, como si fuera el loro de un pirata, nos pasamos la Nochebuena desenterrando valiosos recuerdos, como si fueran cofres repletos de joyas, recuerdos que devolvimos por toda La Palma, nuestra isla del tesoro. Por la mañana, al despertar, con la pesadez de un sueño tan vivo, papá me dijo que esa noche había subido al Roque de los Muchachos. “He visto un extraño brillo en el cielo, muchas luces que se encendían en los pueblos y escuché una mezcla entre graznidos de ave y bramidos de venado”. Salí de la autocaravana. Bajo el manzano, junto al pozo, apoyados en la pared de piedra, estaban todos nuestros recuerdos. Desde algún lugar llegaban los acordes de "Blanca Navidad". Papá encendió la tele y escuchamos: “25 de diciembre. El volcán, ya se ha apagado”. En ese momento, apareció volando sobre Cumbre Vieja una pardela cenicienta con su peculiar sonido. Comenzó a nevar y un manto de copos tiñó de blanco todo el negro de la isla.