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El sol se precipita en picado sobre el horizonte, salpicando el cielo de manchas rojas, como una esfera de plomo que cae en un charco de pintura. Amalia jamás había visto anochecer de esa manera tan apresurada. El cielo se tiñe de un color que jamás ha visto. Como cada tarde a esa hora, sale de su consulta y se va a buscar a su marido a la salida del trabajo. A la altura de la calle Téllez, una señora vestida con abrigo de piel de zorro le pone una mano sobre el hombro.
-¡Amalia, cuánto tiempo!, si te veo igual que siempre…-le dice la mujer emocionada.
–Lo siento, pero no caigo, ¿de qué nos conocemos? -responde Amalia con cierto pudor.
La extraña le explica que se conocieron en la universidad, cuando estudiaban psicología. De hecho, hicieron prácticas juntas. Amalia, consternada por su falta de memoria, se despide educadamente y continúa su camino por Juan de Urbieta esquina Ciudad de Barcelona. A la altura de la tienda de fotos, un chino pequeñito sale con un sobre.
–Tenga, la foto de su marido que me pidió para enmarcar. ¿Se encuentra bien, Amalia? –pregunta el hombrecillo.
Ella conoce la tienda, y es cierto que pidió la ampliación de una foto de su marido para enmarcar, pero no ha visto al chino en su vida. Con cierta turbación continúa caminando, y al girar en la calle Granada a la izquierda, a la altura del bar La Parisien, dos hombres vestidos con mono de mecánico se dirigen a ella por su nombre y le preguntan por su hijo pequeño. Amalia es incapaz de explicarse por qué no conoce a la gente que le saluda, y que, al parecer, saben quién es ella perfectamente.
Visiblemente molesta, prosigue su camino hasta Menéndez Pelayo. Allí está la oficina de su marido. Tres portales antes tropieza con una chica rellenita, tirando a gorda, pero sin embargo, atractiva. La joven le da dos sonoros besos de forma efusiva, como si fueran íntimas amigas. Es más, le pega una palmadita en el culo y la piropea comentando el tipín que se le ha quedado con la dieta del nutricionista.
–Recuerda siempre que fui yo la que te di la dirección de ese genio. Me debes una cena –añade. Amalia le sigue la corriente. Quiere averiguar quién es esa chica. Tras varias preguntas que su interlocutora se toma a broma, Amalia descubre que al parecer la regordeta es la hija de su mejor amiga de la infancia.
Perpleja ante lo insólito de los acontecimientos, al fin llega a la oficina de su marido. Llama al timbre visiblemente nerviosa. Cuando su esposo abre la puerta, se lanza a sus brazos. Al fin una cara conocida. Se refugia en los largos brazos de la persona con la que ha pasado los últimos treinta años de su vida. El hombre, con cara de asombro, la mira a los ojos y le pregunta: “Perdone, ¿la conozco?”.