Como llega el fin de semana, os dejo un relato largo, por si os queréis entretener un rato en el sofá. Es un cuento que forma parte de mi primer libro de relatos, "El desguace", y al que tengo especial cariño. En su día, este texto obtuvo un premio que me animó a seguir por el camino de la experimentación. Utiliza una técnica narrativa un tanto arriesgada en el uso del narrador/es. Buen fin de semana.
¿Mi época neoyorquina? Siéntese.
Intentaré explicar la historia a los lectores de su periódico. El color de la
sangre para mí siempre había sido verde hasta que apareció ella. El año en el
que comencé a pintar, ríos de color verde regaron las calles de Soweto. Los afrikaners mataron a seiscientos de mis
compañeros de clase a tiros tan sólo por una manifestación en contra de su
idioma. Para aquellos niños el afrikaner
era la lengua de los represores durante aquellos días de aparheid en el que la vida era para todos en blanco y negro. Para
todos menos para mí. Me gusta el color. En la escuela nunca se me dieron bien
los idiomas, ni las matemáticas, por no hablar de la gimnasia. En cambio, tenía
un don: el dibujo. Pasaba días abstraído en mi pupitre esbozando bocetos. Tras
la matanza de Soweto los maestros nos pidieron a los niños que reflejásemos lo
ocurrido en murales para hacer una exposición que conmoviese a los periodistas
extranjeros, a gente como a usted. Nunca vino ni un solo reportero a nuestra
pequeña exposición. La policía no permitió el acceso a nadie. Pero aquel día
descubrieron mi pequeño defecto. La gente se apilaba frente a mi cuadro, que
colgaba en la pared junto al del resto de las pinturas de los otros críos. Aunque en el arte africano destacan los
colores vivos, aquello parecía una obra de vanguardia. En aquella época el arte
contemporáneo no era muy popular en África. El profesor me preguntó por qué
pintaba a los negros de azul y a los blancos de amarillo. Le respondí extrañado
que así es como veía el mundo. ¿Es que el resto no lo percibía igual que yo?
Para mí el color negro era azul, el blanco, amarillo, y el rojo, verde. Mis
dibujos eran espléndidos, pero tenía un problema. No percibía el mundo como el
resto. Unas células con forma de bastoncillos transformaban toda la gama
cromática de mis ojos. Siempre he pensado que cada uno ve todo lo que le rodea
a su manera. ¿Sabía que los colores no existen? La margarita que usted aprecia blanca,
una abeja la ve morada. Todo depende de la longitud de onda de la luz que capta
cada retina. Pero en Soweto nadie sabía nada de longitudes de onda. Me convertí
en un niño diferente. En una especie de pasatiempo objeto de todo tipo de
bromas. El niño azul, me llamaban. Y ser azul en un mundo de blancos y negros
era no ser nadie. Se burlaban de la coordinación de mi vestimenta, me cambiaban
las pinturas de sitio y me manchaban la cara. Mis padres y mi hermana
intentaron alejarme de la pintura, pero yo jamás la abandoné. Cuando acabé la
enseñanza primaria me fui a vivir con mis pinturas y mis telas a una chabola de
las afueras, a un lugar infecto, plagado de ratas, de pintores yonkis y
escultores borrachos que tallaban una madera quebradiza llena de poros. Me
ganaba la vida a duras penas con mis lienzos, que malvendía en un mercadillo
situado a una hora de camino de mi inmundo hogar. Era feliz y miserable. Ambas
cosas.
Mogae, cuando has salido hoy por la puerta
del apartamento he quemado todos tus cuadros en la bañera. Todos menos uno. Ese
autorretrato lleno de color en el que sujetas un pincel entre los dientes. Unas
gotas de pintura caen en tu interior. Pelaste tu cuerpo para mostrarme tu alma.
Y nunca fui capaz de verla. Nueva York no es lugar pata ti, ni yo soy la mujer
que te haría feliz. Con los años, los críticos de arte le darán un nombre de
color a la época en la que estuviste conmigo. Su etapa amarilla, dirán. Como el
período azul de Picasso. ¿Sabías que el artista más importante del siglo XX era
disléxico? La dislexia dificultó su aprendizaje en la escuela, pero su padre, un
profesor de Bellas Artes, le animó en su deseo de ser artista. El pequeño Pablo
poseía un increíble talento. Desde una edad muy temprana había desarrollado el
sentido de cómo las personas querían verse y cómo les veían los demás.
Desarrolló un sentido único de la belleza y estilo que atraía a la gente. Pablo
pintaba las cosas sin orden, hacia atrás, o al revés. Sus pinturas mostraron el
poder de la imaginación y la creatividad de la psicología humana. El día que te
descubrí en aquel cochambroso mercadillo de Sudáfrica me dije: Éste chico tiene
talento. Si me lo llevo a Nueva York puedo sacarle partido en las galerías de
Arte Moderno. Pensé que pintabas las cosas tal y como las veías, pero no sabía
que lo hacías de una forma tan literal. Si me hubieras dicho que eran las obras
de un daltónico seguramente te habría minusvalorado. Mi error fue intentar
cambiarte. Siempre me verías amarilla y tú siempre serías azul. Tú hacías que aquel
lugar tan deprimente de Soweto brillase con luz propia. Cuando me arruiné con
el fracaso de mi última galería, un espacio desde el que intentaba
promocionarme con pintores noveles, fui a tu país a buscarme a mí misma, pero
te encontré a ti. Y te descubrí ante el mundo. Quizá debí ofrecerte unas pocas
monedas por tus cuadros y continuar mi camino al hotel. Pero el tono indefinido
de sus ojos me fascinó. Nunca te gustó que los neoyorquinos te dijeran que eras
de color. ¿De qué color? Solías preguntarles. ¿De color negro? En África estáis
orgullosos de ser negros. Pero tú, tú no eres negro. Eres azul.
-
¿Cuánto cuesta este cuadro?
Una mujer blanca, de baja estatura pero coqueta, llena de pecas y con el
pelo rizado, señalaba uno de los cuadros de Mogae. Un paisaje de hierba
anaranjada con una puesta de sol lila.
-
¿Cuánto ofrece?
Mogae estaba extrañado de ver por allí a una mujer como ella. Iban muchos
blancos aquel mercadillo destartalado (allí había suficiente policía como para
invadir todo África), pero ella era diferente. La veía menos amarilla que al
resto, tenía un tono más natural, más anaranjado, y no tenía ese gesto
arrogante que los afrikaners mostraban a los suyos. Las pecas de su rostro
formaban una línea de puntos azules sobre su nariz.
-
¿Sueles vender mucho?
La mujer bajita se mostraba tan interesada en la obra de Mogae que
comenzó a revolver todas las telas. Parecían interesarle los retratos.
-
Tu obra es muy peculiar, tiene un color especial. Nunca había visto algo
así.
-
Me gusta el color.
-
¿Conoces a Van Gogh? Era un pintor holandés que no vendió un cuadro en su
vida. Ahora los venden por millones de dólares.
-
Menudo consuelo, señora. ¿Tengo que esperar a morirme para vender?
-
Te compro cinco telas por cien dólares.
-
¿Cien dólares? Trato hecho. Se los enrollo.
-
¿Cómo te llamas?
-
Me llamo Mogae, señora.
-
Yo me llamo Sarah. Volveremos a vernos, Mogae.
La mujer bajita cogió las telas enrolladas y se perdió entre la
muchedumbre del mercado de nuevo. Mogae no había ganado 100 dólares en toda su
vida. Quién le iba a decir que esa mujer pecosa cambiaría su vida.
Sarah
hizo que me sintiera importante. Mis colores la habían fascinado. Al mes volvió
a Soweto. Yo siempre colocaba mi puesto en el mismo lugar, así que pudo
encontrarme fácilmente. Cuando se acercó a mí, su piel era algo más amarilla
que la última vez, pero su cara conservaba aquellos rasgos agradables. Me dijo
algo así como que yo era su gran descubrimiento, que había colocado en varias
galerías mis obras, y que querían conocerme en Nueva York. Compró todos mis
cuadros, me subió a un coche y fuimos de compras a un centro comercial de
Johannesburgo. Por aquella época los negros de Soweto teníamos prohibida la
entrada en la ciudad. Pensaron que era el criado de la pecosa. Me preguntó si
tenía que despedirme de alguien, pero lo cierto es que desde que me fui de casa
de mis padres no había nadie en mi vida. Algunos conocidos del mercado, nada
más.
Mogae nunca había subido a un avión. Esa
noche no pegó ojo. Se pasó el trayecto mirando por la ventana. La noche y el
Atlántico estaban teñidos de un intenso azul oscuro. Cuando llegaron a Nueva
York las luces de neón lo inundaban todo. Times Square brillaba igual que los
arcoiris que Mogae había visto sobre el río Zambeze durante el único viaje que había hecho en su vida. Fue
hasta Zambia tan sólo con el objeto de
ver aquellos arcoiris múltiples de los que le habían hablado. Los
colores de Nueva York no tenían nada que ver con los África. Allí todo era una
inmensa penumbra roja salpicada con el blanco de los edificios. El taxi les
dejó a las puertas de uno de esos rascacielos de ladrillo. La fachada lucía
varios grafittis. El ascensor les llevó hasta el piso quince. Sarah sacó las
llaves y abrió una puerta de madera con un garabato grabado bajo la mirilla.
-
De momento vas a estar aquí Mogae, hasta que encontremos algo mejor.
En el interior, la bombilla iluminaba un pequeño estudio con una cama,
una mesa, un baño y un gran caballete. Al fondo, sobre una estantería, varios
tubos de óleos y unos pinceles de pelo de marta formaban una ordenada pila.
Sarah descorrió las cortinas.
-Aquí es donde vas a trabajar. Tú pintas y yo vendo. En este país cada
uno tiene una función. Se llama especialización. Ahora no perderás el tiempo en
el mercadillo. Así son las cosas.
Mogae, aún recuerdo los tres meses
infernales que pasaste en aquel apartamento.
Los más duros de tu vida. Y de la mía. Esta ciudad acaba con cualquiera.
Ahora lo sé. He estado ciega. Deberíamos haber huido. Nunca te entendí.
¿Regresar? Imposible. No podías volver. Aquí lo tenías todo. Libertad. Sueños.
Posibilidades. Futuro. Pero tú tenías otro punto de vista. Preferías volver a
un gueto. El gueto del sur. Donde sólo hay dos colores. Nadie merece vivir
prisionero en su propio país. Como yo. Si no hubiera sido por tu compañía me
habría vuelto loca. Tú, sin más colores que los que conservaban tus recuerdos,
y yo, remontando una ruina y un divorcio por mi adicción al trabajo. Cuando se
enteraron de lo nuestro nos marginaron. Una blanca de buena familia con un pobre
africano. Sé que la vida aquí no es fácil. Demasiado impersonal. Tanta
agresividad, tanta competencia. Unos valores diferentes. Occidente. Soledad.
Angustia. Estrés. Teníamos que vender y vender. Sé que te apreté demasiado,
pero gracias a ello pudimos mudarnos a aquella casa. Tampoco me arrepiento de
eso. Los mejores marchantes se interesaban por el artista de colores intensos y
mágicos. Hasta que descubrí tu secreto. Es lo único que me echo en cara. Lo
sospechaba hacía tiempo. Nunca vestías de una manera coordinada. Al principio
lo achaqué a tu naturaleza descuidada. Te puse a prueba. Te dejé ciego. Te
destruí. Te alejaste.
La casa de Mogae y Sarah era inmensa. La luz entraba por los grandes
ventanales de las habitaciones. Arriba, un gran estudio lleno con cuadros de
motivos africanos y neoyorquinos iluminaban la estancia. Trazos de azules,
verdes, rojos y magentas. Una borrachera cromática inundaba aquella estancia.
El ruido del tráfico traspasaba las paredes ocres. Mogabe comenzaba a tener una
sensación de pesada claustrofobia en la Gran Manzana. ¡Qué
lejos quedaba África!
-
Hola Sarah, ¿cómo han ido hoy las ventas?
-
He colocado siete cuadros en cuatro galerías, el negocio sube como la
espuma. Dame un beso.
-
Estoy lleno de pintura.
-
Me encanta verte el pecho con esas manchas de colores, las manos llenas
de óleo, el olor a aguarrás de la cubeta.
-
Tú también estás preciosa, pero tengo que retocar este autorretrato.
-
¿Eres tú? ¿Por qué te has abierto el cuerpo de esa manera, como si te
pelaras de arriba a abajo?
-
Porque quiero enseñarte mi alma, y porque soy un pintor vanguardista,
contemporáneo, original. ¿Es como tú me vendes, no? ¿Me has traído el tubo de pintura que te
encargué?
-
¿El de pintura azul? Sí, aquí tienes.
-
Perfecto.
-
Mogae, no es azul. Es negro.
Mogae abrió el bote, vertió todo su contenido sobre el cuadro y lo
extendió con las manos. Silencio. Sarah esperaba una respuesta.
Estuve
engañando durante dos años a Sarah, demasiado tiempo. Estaba en su derecho de
sentirse dolida. Había pasado tantos años con mi defecto a cuestas que aprendí
a ocultarlo a mi conveniencia. Ninguna mentira es eterna, ni siquiera el Arte.
Sarah se dio cuenta. Aquella farsa no podía durar mucho. A partir de ese
momento toda nuestra vida se centró en curar mi daltonismo. Fuimos a médicos y
me hicieron tests. Los expertos nunca habían examinado a nadie que confundiese
de aquella manera los colores. Sarah dio orden al caos de mi paleta y me dio
instrucciones: Estos son los verdes, aquí están los rojos, más allá los azules,
y al lado, los amarillos. Más tarde me puso una etiqueta con el nombre de cada
color al lado. Yo siempre había pintado de una manera intuitiva. Algo comenzó a
cambiar. Ahora interpretaba la vida de la gente a su manera. Comenzaron a
extenderse rumores por las galerías. Pensaban que había estado haciendo
trampas, que mi talento no era natural. Entonces, un oftalmólogo que supo de mi
caso se puso en contacto con Sarah. Había inventado unas lentes que filtraban
la luz de tal manera que podría ver como lo hacen e resto de los seres humanos.
Sería exactamente igual que los demás. Después de hacerme unas pruebas nos
vendió las gafas a precio escandaloso. Cuando me puse los extraños anteojos no
me gustó lo que vi a través de ellos. Ese mundo me era lejano, desconocido.
Sombras, siluetas brumosas, contornos sin límites claros, borrones sin forma.
Ya ni siquiera interpretaba el universo de las personas normales, ahora era una
de ellas. La gente se movía de forma natural en ese mundo; para mí era
aprenderlo todo de nuevo. Como comenzar a andar, a hablar, a sumar, a restar, a
vivir. Sería como engañarme a mí mismo, vivir en un mundo paralelo al real. Y
mi talento con los colores desaparecería. Opté por volver a mi mundo.
Sufrimiento, discusiones y dudas. Pérdida de identidad y crisis de pareja. En
un mes mi pequeño mundo se despeñó. Sin mis gafas Sarah estaba más amarilla que
nunca. Como si tuviese una cirrosis terminal. Pero insistía: Tienes que
ponértelas. Hasta que llegó el día en el que me quité las gafas. Todo era amarillo.
Nunca más volvería a ponérmelas. Estaba decidido. Jamás me despedí de ella.
Regresé a África. Volví a trabajar en el mercadillo. Era el mundo al que
pertenecía, donde los colores no me son ajenos. Años después, mis cuadros
volvieron a los museos y los críticos hablaban de mí como uno de los más
originales artistas africanos. Pretendían que volviese a aquella ciudad, pero
África es mi tierra. Ahora podemos vivir donde nos apetece. Me comunicaron la
muerte de Sarah hace 30 años. Junto a su carta de despedida me trajeron el
cuadro que usted puede ver ahora sobre esta chimenea. Es el retrato que estaba
pintando cuando descubrió mi secreto. Poco después Sarah cayó sobre él y se
clavó unas astillas. Aún veo manchas verdes. Es lo último que tuvo entre sus brazos.
Es un retrato de mi alma. Un museo de Europa me ha pedido que se lo preste. Sé
que le ha costado mucho a usted dar conmigo. Espero que le haya servido de
algo. Si quiere saber lo que siento vea mi obra. Y si quiere un titular para su
artículo, esa época de mi vida se resume en una frase: soy azul.
Mogae,
hace apenas unos meses que te marchaste y mi vida ya se ha convertido en las
tinieblas que tú veías con esas gafas que te obligué a usar. Han embargado mis
bienes. Me has dejado. He perdido la partida. Todo lo que me rodea es blanco y
negro. Oscuridad. Contigo ha salido el color de casa. Superabas a todos. A
Picasso, a Warhol, a Jasper Johns, a Dalí, a Cezanne, a Monet, a todos.
Cubismo, impresionismo, dadaísmo, feísmo, expresionismo, surrealismo. Arte.
Artistas. Charlatanes. Ya ves, pensaban que eras uno de los suyos. Pero tú eres
mejor. Ellos interpretaban la realidad y tú la plasmas tal y como la ves. Tu
propia realidad es tu estilo. No necesitas pasarla por filtros. Tú eres
auténtico. Nunca lo entenderán. Piensan que eres una especie de trampa, un
artista sin imaginación. Han quitado todos tus cuadros de los museos. Ahora sé
que no volverás nunca. Te he destruido. Igual que Picasso destruyó a sus
mujeres. ¿Por qué no soportaban seguir viviendo sin él? Ahora las comprendo. A
todas. Tú me has enseñado a mirar de una
forma diferente. Ya no podría volver a ver las cosas igual que antes. Mi vista
se nubla. He mezclado pastillas de cuatro colores diferentes, y lo mío nunca ha
sido mezclar colores. Por qué no te despediste de mí? Pusiste color a mi vida.
Adiós, mi hombre azul. Ahora, todo se ha vuelto negro.
17 comentarios:
Precioso relato Manu, con muchas aristas, quiebros y pinceladas. Ese ver distinto a los demás, ese plasmar de otra forma lo que percibimos, destaca diferenciándose del resto. Me sigue llamando poderosamente la atención el caso de Van Gogh, que no vendió ni un cuadro en vida, debería haber un término medio, un menor relativismo, pero no, así somos.
Ya digo, brillante el relato, no pude esperar al sofá, muchas gracias. Un abrazo.
Repaso por el mundo de la pintura, el de las emociones y los conflictos entre humanos y de paso la pincelada sobre el racismo. Además los diferentes planos de los personajes.
Mucha tela Manu. Quizá hay , si me permites el comentario, un pequeno exceso del porqué de las cosas.
Me he banado en los azules, los amarillos y el arco iris.
Un beso
Si se es diferente el mundo te puede poner las cosas muy difíciles.
Me gusta ser azul...
Besos desde el aire
Estoy de acuerdo en que la técnica es algo arriesgada, pero tú, Manu, tienes un nivel narrativo de tal alta calidad que lo que surge de aquí es un elemento diferenciador con el resto de escritores de relatos, tu label de calidad y de originalidad.
Además, el azul es mi color favorito, ojalá nunca se me vuelva todo negro, aunque a veces vea manchas.
Volveré a leerlo en casa, con la tranquilidad y degustación que este texto se merece.
Abrazos.
Lo imprimo (en azul) y te cuento!
Manu, volveré a leerlo este fin de semana más tranquilo. Pero tras una primera lectura me parece un relato espléndido, y muy arriesgado. Especialmente la arquitectura: los distintos puntos de vista a través de las diversas voces narrativas y la alteración del tiempo. Es muy interesante porque además de jugar con la perspectiva, utilizas la caligrafía, la curviva, la letra en negrita... Todo ello al servicio de una historia que es muy potente, y que creo que se beneficia de la forma tan original.
Abrazos, y buen fin de semana.
Pd: por cierto, ¿enviaste el texto original al concurso en azul?
Gracias por el cuento :)
Agus, no lo mandé en azul, pero habría sido buena idea. Gracias a todos por pasaros. Un abrazo.
Quise leer este relato más de una vez, Manu, para no comentarlo sobre la primera sensación y limitarme a decir que me parecía muy bueno. Habiendo cumplido con mi propósito, no puedo decir otra cosa.
Este es un cuento de gran intensidad emocional, con una coonstrucción de los personajes destacable y un esquema de acción muy verosimil, por lo que logra -desde el inicio- la total complicidad del lector.
En mi humilde opinión, el juego de narradores ayuda a retener el interés/atención de lector, a la vez que le mete más en la historia.
En definitiva, que me alegra mucho haberlo leído.
Un abrazo admirado.
No estoy en el sofá, ni me importa. Lo he leído de un tirón sin respirar, sintiendo la necesidad de que no acabara. Seguramente volvere a leerlo más de una vez. Me gusta esa forma de seguir las distintas voces, difícil para el escritor, brillante para el disfrute del lector.
Veo a los personajes, consigues que los comprenda y al final los hago míos.
Besitos
Ya lo he leído!
Desde el principio tengo una duda porque esto de que cada uno puede ver los colores diferentes y no lo sabemos es un pensamiento que siempre he tenido. Hemos aprendido los colores a través de objetos pero podrían ser diferentes los tuyos y los míos ¿cómo darnos cuenta? Entonces me choca en el relato que Mogae escoja pintura azul cuando él el color negro lo ve azul ¿no sería lógico que pintara de negro? ¿no sería lógico que el blanco fuera el utilizado porque él lo ve amarillo?
Entonces no sé si me he perdido algo de la historia.
La construcción de personajes, la manera de describir la sangre verde me parece preciosa, las pecas azules, la vida borrosa de los demás. No sé, tiene tantos matices.
Como siempre, da gusto leerte, en largo y en corto. Si un día escribes una novela estaré encantada de devorarla.
Un abrazo
precioso
Un relato lleno de color, de los colores de Mogae. Y de la fidelidad a sí mismo, a su manera de ver y sentir el mundo.
Anita, gracias, revisaré esos detalles que me dices, ahora mismo no los recuerdo, pero encantado de corregirlos si hay alguna incongruencia con el tema de los colores. Y gracias a todos por pasaros. Un abrazo.
Lo recuerdo perfectamente. Ha llovido desde entonces.
Ha llovido mucho, como dice Ern, pero el relato no se ha despintado.
Abrazos de arco iris.
Creo que en su momento te dije algo sobre el relato o quizás me quedé con las ganas. El Desguace no debería quedarse en el olvido. Hay cosas muy, muy buenas.
Un abrazo
Publicar un comentario