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Para ahorrar gastos, el Gobierno despidió al funcionario que se inventaba las palabras. Cuando era niño y mi padre me leía por la noche, yo me preguntaba por qué un “cuento” se llamaba así, “cuento”, de esa forma tan sosa, y no, por ejemplo, “voltereta”, que es una palabra mucho más bella y dinámica. En cambio, ¿por qué a “mentira”, que suena tan bien pero tiene un significado feo, no podían haberle puesto un vocablo gris y deslucido, como “hormigón”? ¿Por qué a un “árbol” lo llamamos “árbol”, y no “vaso”, o a una “computadora” no le decimos “croqueta”, o a la “ficción” (un sustantivo muy aséptico en comparación con los buenos momentos que nos ha dado) no la bautizaron “libélula”, un término mucho más estético? Desde que echaron al funcionario, nadie supo cómo llamar a las nuevas cosas. En mi edificio llamábamos telmad al objeto que sirve para dibujar tracllos, en cambio, en el colegio de mis hijos lo llamaban jelmior, en el barrio de mis tíos lo denominaban higoptro, y en el de mis padres, olco. En unos meses, y ante la falta de consenso, cada persona tenía un nombre para cada concepto, para cada objeto. El país se convirtió en un galimatías, y los del Ministerio se vieron obligados a convocar otra plaza de funcionario. Me hice con el temario y me presenté a las oposiciones. Saqué el número uno y me dieron el trabajo. Lo primero que hice fue poner nombre a las cosas que aún no lo tenían. Luego dediqué mi tiempo a cambiar nombres, a rebautizar las cosas de una manera justa, de tal manera que todo lo que sale en esta voltereta es hormigón. Pura libélula.