
Me cruzo con varios músicos callejeros. Unos perroflauta se limitan a tocar la flauta de Bartolo, con un agujero solo. Emiten una melodía con una sola nota repetitiva y monótona y pasan la gorra. No son unos virtuosos, no. Lo que tienen es mucho morro, como su perro. Prefiero los que van con acordeones o guitarras por terrazas y vagones con amplias sonrisas del Este. Se nota que tocan de oído, pero animan el cotarro. Algunos se tiran un buen rato y les doy unas monedas que chocan entre sí, como aquella música estridente de Bèla Bartok que me enseñaban de niño. ¿Por qué enseñan esas canciones horribles a los críos? Los estudiantes de violín llevan un moratón en el cuello. Parece un chupetón, pero sólo es el despiadado beso de la madera. Llegué a odiar la música. Llegan otros músicos. Tocan una canción popular y se marchan. De vacío, claro. A la vuelta de la esquina están los top-ten de la música callejera, los trotamúsicos de cámara. Tienen instrumentos de orquesta: chelos, contrabajos, teclados, incluso baterías. Más adelante unos peruanos tocan música de los Calchakis con instrumentos de caña y bafles de última generación frente a un Burger. Venden sus CDs a los transeúntes. En una estación del metro una mujer toca “Brothers in arms” con su guitarra eléctrica. Un adolescente mueve la cabeza compulsivamente. Tiene los cascos puestos y tararea un rap. Lo hace bien. Me gusta. En la FNAC tienen música de Bisbal. Me dan ganas de salir corriendo. Oigo música por todos lados. Todos los sonidos de la ciudad se transforman en corcheas, negras, fusas, blancas… Mi móvil suena en clave de sol, aunque me llama alguien que ni fu ni fa. Unos obreros hacen agujeros en un compás de jazz, como de seis por ocho. Woody Allen dice que leer porno en braille debe ser excitante, pero no me imagino qué puede hacer un sordo para excitarse con la música. Quizá mediante vibraciones. Llego a casa. Unos operarios suben a mi casa de Madrid mi viejo piano. Ha sido un largo viaje desde Salamanca. Mi piano es un Cherny de aquellos que se utilizaban para aprender antes de dar el salto a un Yamaha. Yo nunca lo di. Hace más de veinte años los subvencionaba el Ministerio de Cultura. Llegué a odiarlo. Abro la tapa. Acaricio las teclas. Hace tanto, tanto tiempo… Toco con una mano. Toco con la otra. No tengo partituras. Recuerdo que siempre odié el solfeo. Toco sin golpear las teclas, sobre el aire, como hacíamos antes de los tediosos exámenes del Conservatorio. Presiono una tecla y reconozco su voz, pero le cierro la boca. Bajo la tapa y me marcho a la calle. Un rumano toca el violín. No tiene moratón en el cuello. No lleva partitura. Me gustaría tocar de oído, como los músicos callejeros.