1/28/2022

AQUELLOS VERSOS

Mayo de 1937. Casi 4.000 niños vascos fuimos enviados al exilio en Gran Bretaña para mantenernos lejos de la guerra. Partimos desde Bilbao y al llegar a Inglaterra nos dividieron en grupos de cien para instalarnos en colonias. A mi amigo Iñaki y a mí nos destinaron al campamento de North Stoneham. Los dos aprendimos inglés en poco tiempo. Yo prefería el futbol, pero Iñaki escogió la poesía. Mi sueño era jugar algún día en el Athletic y el de José era escribir un libro de poesía para dedicárselo a su padre, un trabajador de los altos hornos. Un contraste perturbador. Poesía y altos hornos. El infierno y el cielo. Sus intenciones de convertirse en poeta se multiplicaron cuando llegó a la colonia un profesor sevillano. Era un día más lluvioso de lo normal. Apareció el nuevo maestro mojado hasta los huesos y se plató frente a la pizarra. Sin decir nada escribió un poema. A Iñaki se le abrieron los ojos tanto que casi se le salen de las cuencas. Se llamaba Luis Cernuda, un poeta que tuvo que exiliarse, como nosotros. Congenió con mi amigo desde el primer día. Le brillaban los ojos con sus versos. Su sueño de escribir un libro comenzaba a coger forma. Escribía palabras en su cuaderno y el maestro le corregía los textos. Iñaki estaba escribiendo cuando se desmayó en clase, pálido como la cal. Se lo llevaron a la enfermería y desapareció unas semanas. Regresó mucho más delgado. Tenía leucemia. Continuó asistiendo a clase, pero solo parecía prestar atención en las clases de poesía. Al poco tiempo volvió a desaparecer de nuevo. Lo habían metido en la cama, ya no se podía hacer nada por él. El 27 de marzo de 1938, con un hilo de voz, Iñaki pidió que el señor Cernuda fuese a verle para que le recitase algún poema antes de morir. Al terminar, el niño le dijo en un gesto de pudor, dignidad e infinita ternura: “Ahora, por favor, profesor, no se marche, pero me voy a dar la vuelta mirando hacia a la pared para que no me vea morir”. Iñaki se giró abrazado a su libreta de poesías. En realidad se llamaba José Sobrino Riaño. Fue enterrado en una sencilla tumba sin nombre durante una ceremonia a la que asistimos sus compañeros. Llovía a cántaros, como el día en el que llegó Cernuda a la colonia. Calado hasta los huesos, el maestro sacó un papel y leyó unos versos en el cementerio. Recuerdo que decían: “Recordarás cruzando el mar un día. Tu leve juventud con tus amigos. En flor, así alejados de la guerra”. Teníamos 15 años. Mucho tiempo después, en una librería de México vi un libro del maestro. En una de las poesías leí aquellos versos. El poema se titulaba “Niño muerto”.

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