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Cuando entras a la Parisien parece un bar de lo más normal: Niños con sus padres tomando pinchos, una grabado de la torre Eiffel, la típica máquina tragaperras que toca de vez en cuando la canción de “La Cucaracha”, un viejo con un palillo en la boca, el fisio del barrio, la casada triste que hace más barra que Ernesto de Hannover, una fuentecilla del todo a 100 con una rana que echa agua por la boca… Pero la Parisien es especial. Cuando llegan las 12, las camareras cierran la trapa, se suben a la barra, y se desnudan. Entonces ese bar de barrio que bien podría tener serrín en el suelo se transforma en la fiesta del orgullo lésbico, las amigas de las camareras se quedan en top less, cantan eslóganes de orgullo, se besan, y viven. Pero lo mejor de todo es la mezcolanza natural; la gente del barrio también se despelota, esos padres que por la tarde estaban con sus hijos se dejan llevar y acaban con una toalla en la cintura. El fisio da masajes gratis al ritmo de un vídeo ochentero cuyas protagonistas hacen aerobic con el pelo cardado y un tanga por encima de las mallas. Entonces vienen los chupitos de tequila y la locura se desmelena. Siempre nos quedará la Parisien. Gracia no daba crédito, pero allí estaba, en un bar de barrio.