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“Aquí se caga, aquí se mea, y el que tiene tiempo se la menea”. Siempre me había preguntado qué empuja a una persona con el culo al aire a escribir en las paredes y puertas de los baños públicos ese tipo de mensajes. Y aquel día, sentado en la taza del wáter, algo me hizo reemplazar la habitual sección de ofertas de trabajo del Segunda Mano por la lectura de las baldosas. ¿Por qué personas normales, protegidas por el anonimato, se transformaban en improvisados literatos de urinario? Parecían simples mensajes, aunque estaban cargados de contenido. Tal vez escupían sus textos en ese grumoso lienzo haciendo gala de un ejercicio de libertad ante la nula posibilidad de ser descubiertos. Quizá, motivados por la castración de la expresión en su vida privada gritaban así a los cuatro vientos sus fobias y sus filias más íntimas en el lugar más introspectivo, allí donde no hay frases fuera de contexto. ¿Por qué dejan ante ese auditorio los rastros efímeros de una larga e intensa historia personal en apenas unos minutos? Aquel día decidí interpretar todos y cada uno de los pasajes. Me llevó su tiempo. Las paredes, (blancas hace un mes, ahora multicolor) estaban abigarradas. Entre los discursos más obscenos y burdos, los bosquejos de falos dibujados a boli, las escenas de zoofilia impresas con rotulador, y los insultos al bando político contrario, se adivinaban sensibles declaraciones de amor en el interior de un corazón rojo: “Silvia, heres el amor de mi bida, te amo”. ¿Qué dolor del alma puede hacer a una persona declararse en esas escatológicas circunstancias? Pero había lugar para todos. Verdaderos poetas sin editor que publicase sus libros aprovechaban esa codiciada página vertical para moldear líneas con sus versos libres. “Creo en ti. Existes. Eres. Me basta”. De esta forma, sus estrofas llegarían a un público masivo que, de otra forma, no saldrían del minoritario y restringido círculo de exquisitos que consume libros de poesía. Los números de teléfono trazados por el rencor forman parte de esa partitura caótica tan clásica como las corcheas que se balancean en un pentagrama: “Soy Marina la guarra, llámame. Me lo como todo. 6788765680”. Desconozco si hay sujetos en sus cabales que pierdan el tiempo marcando un número tallado por el despecho más precario. ¿Alguna vez has dejado un mensaje en un baño?